Fue el 17 de septiembre del 1993 el primer día que la vi. Llevaba un vestido escoces azul lleno de grecas color tierra y un listón a juego, que retiraba cada uno de los mechones de su cabello, dejando al descubierto sus finos pómulos, su pálida piel y sus ojos que eternamente quedaban enmarcados por el liso flequillo que caía graciosamente chocando contra sus largas y rizadas pestañas. Su imagen se impregnó en mi cabeza, en mi mente, en cada parte de mí ser, aun cerrando los ojos, seguía estando ella.
Ella, jodidamente fea.
No volví a verla hasta 5 años después, cuando al entrar al aula número 4, del edificio Este, tuve que enterarme que iba a tenerla como compañera de clase, cálculo avanzado, sentada en la parte delantera con su perfecta mirada puesta en la pizarra, todos sus lápices alineados y su cuaderno impecable. El mismo listón sobre el cabello y la misma actitud; levantaba su mano con una seguridad increíble, asentía con la cabeza a cada palabra del tutor.
Ella, jodidamente tonta.
Se sentó en el mismo lugar por 2 años más, mismos años que pasé observándola. Dicen que un momento dura exactamente 90 segundos, necesité exactamente un tercio de momento para que empezara a gustarme, fue la primera vez que en vez de mirarla con detenimiento, la escuché, dejando que su voz se filtrara por mis oídos sin poner ningún tope, ella estaba charlando con una de las muchachas que se sentaban cerca. Pude percibir claramente las cinco palabras 'no me gustan las manzanas'. Aún hoy, una sonrisa aparece en mi rostro ante el recuerdo de ello, a ella no le gustaba mi fruta favorita, y a mí no me importaba, la ligereza con la que negaba mientras hablaba, hacía que todo pareciera natural y que nosotros éramos los locos que amábamos las manzanas y que estábamos mal.
Ella, jodidamente ridícula.
Ella se había mudado. Fue como si llegara con sus maltas directamente a mi corazón y se instaurara en mis pensamientos. Desempacara y colgara su vestido azul, sus zapatos y listones, todo dentro de mi ser. Y tan solo estaba a dos kilómetros de mi casa. Pasó algo de tiempo en que pudiera acostumbrarme a respirar un aire tan cercano al de ella, especialmente en las noches, que era cuando el tormento me agobiaba por tener que recordar que sus sueños se desarrollaban en la cercanía. A veces, me la cruzaba por la calle, al ir a la tienda y la veía arreglarse el cabello con la mano derecha y agitar la izquierda, a veces solo la veía mientras paseaba a su perro a media tarde.
Ella, jodidamente estúpida.
El día que me enamoré de ella fue ayer. La encontré como siempre imaginé que debía ser: callada y pacífica, sin que su chillona voz atrajera la atención de todos los que caminaban a siete metros a la redonda. Su cabello medio desordenado, su perfecta ropa arrugada e incluso sus mejillas más pálidas de lo habitual. Sonreí nada más verla. Todo el mundo se había detenido, no había sonidos a mi alrededor, finalmente mi corazón la había cobijado sin querer echarla lejos, encarcelando su imagen en una única palabra, la que llevaba por nombre. Me enamoré profundamente y sin dudas sobre ello. Pero tan solo me di la vuelta, lejos del ataúd y después del cementerio.
Ella, jodidamente muerta.