Sonríes.
Está
allí su mensaje en tu pantalla, como cualquier otro más pero algo lo hace
destacar , como si las letras fueran creadas única y exclusivamente para
ustedes dos, cada línea trazada por el computador se parece a un sentimiento
curveado que acaba por destrozar tu alma.
Y de
todas formas estás allí, esperando. Otra
palabra, que ni siquiera sabes si es en realidad para ti, que bien podría ser
para cualquiera, de cualquiera.
¿De qué
sirve la total sinceridad en un mundo marcado por la mentira? ¿De qué sirve
canonizar la verdad si de todas formas todos la toman como una nimiedad?
Sonríes.
Igual
sonríes, porque la curiosidad mató al gato, pero tiene otras nueve vidas para
volver a morir. Porque enterarse de la verdad es mejor: no hay exclusividad, no
fue solo un puñal, en algún punto sabes que su corazón no era tuyo, que no
estaba para ti ni por ti.
Recuerdas
cada uno de sus reclamos, y uno a uno viene con un sentimiento enlazado: te
quiere, te sueña, te piensa, pero siempre hubo alguien más primero. Y meditas
¿cómo alguien sin corazón puede querer? Y es que no es como que pueda decidir.
¿Es una broma? ¿Es un error? Un simple juego del destino que ríe al mirarte
mientras te lamentas. Si su corazón pertenece a alguien más ¿cómo sentir algo
por ti?
Sonríes.
Queda,
queda la esperanza de que todo fuera un engaño, de que nadie en realidad tenía
su corazón y en algún punto estaba escrito que era para ti. De que al final
solo era un poco de ti lo que necesitaba para latir.
Niegas. Rechazas toda la hipocresía poética
que estaba controlando tus impulsos. Aterrizas en la realidad de que nada es
felicidad, de que los sentimientos son mera creación del humano que revolotea a
tu alrededor, e que solo era un vago pensamiento que te hacía creer que eras
algo más. Pero en realidad no hay nada.
Cae la
noche y volvemos a comenzar, sales de ese vacío en el que te encontrabas con
una sola palabra, despiertas y vez el sol brillar, porque con que siquiera abra
la boca un segundo tú caes a sus pies de nuevo.
Recuerdas
el día en que la conociste por primera vez, ni un cliché, nada. Solo palabras
cruzadas. Rememoras los días siguientes y aunque había una gota, tú no buscaste
más, estabas en donde tenías que estar, pero no esa persona. Ella estaba allí,
tras de ti y no podías ignorar ningún comentario.
¿Te das
cuenta? ¿No sientes vergüenza? Yo sí, y no me pasó a mí. Te miro y veo cuan
patético es como luces ahora, derrotada y sin poder si quiera sonreír. No
puedes ni sostenerle la mirada al espejo. Tú sabes mentir y no lo hiciste.
Pudiste mentir y decir que no sentías nada. Pero lo sabías el que no arriesga
no gana, pero arriesgaste de más. Te dejaste vencer, dejaste que su mirada te
condujera por una senda que no habías cruzado.
Y es que
no era el primer ser humano al que habías querido, tampoco era como para que no
supieras lo que seguía, pero diste el paso, abriste el camino para que entrara
en tu vida del todo. Cada puerta, cada ventana a lo más profundo de tu alma
estaba abierta de par en par. Ni siquiera dejaste algo cerrado no te atreviste
a dejar nada cerrado.
Hablaste
con las estrellas, hablaste con las flores, hablaste con el cielo y con el mar
y aunque todos a la vez te advirtieron, te lo dijeron ‘basta’. Intentaron
ubicarte en tu lugar, más de una vez. No hiciste caso.
Y ahora
es cuando entiendes mi punto ¿verdad? Presenciaste más de una vez aquella
vulgar escena en la que te ofrecía amor con un poco de encanto y una canción.
Más de una canción. Más de una palabra. No podías dejar de sonreír. Pero ahora
no tienes nada: seguiste su juego y te dejaste ganar.
Arriesgaste
de más y también le diste lo que más preciabas, aquellas canciones que nadie
nunca pudo merecer, se las regalaste
cual flores, igual que tus palabras: flores eternas que pintaban para no
marchitarse nunca, retocadas cada una con un poco de tintura uniforme para que
en ningún momento perdieran el encanto.
Y dime
¿ahora qué tienes? No tienes nada, no tienes ni una canción que te recuerde a
ella, no tienes ni un verso para ti, ni una sola palabra que puedas pronunciar
sin evocar su presencia una vez, tras otra vez.
Sonríes.
Solo
porque te hablo de ella, ni siquiera puedes evitar dibujar esa descarada mueca
en tu rostro, aunque como espinas cada una de sus palabras se clavaron en tu
corazón, sigues recordándole con alegría.
Y es
toda tu culpa. Sabes bien cuál es el límite.
Sonríes.
Hoy la
viste feliz. La viste como nadie más podía estar feliz, declarándole amor
eterno a otra persona. En tu presencia, en presencia de todos, mientras se
quejaba contigo de lo mal que la trataba la vida, la viste, estaba declarando
su total amor. Y sonríes por eso: aunque tengas una espina más clavada en el
corazón ella no.
Me das
vergüenza. Pero ya lo dije, te lo he repetido más de una vez y no quieres
entender. Hoy mientras sentías ese nudo en la garganta no hiciste otra cosa que
sonreír. Yo te miré y no podía creer. Ni siquiera porque hasta el otro lado del
mundo se escuchó cómo tu corazón se rompía dejaste de sonreír. Porque ella está
bien.
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