Despertó en plena madrugada, exaltado. Abrió los ojos lentamente, se encontró entonces con una impetuosa oscuridad que lo desorientó por unos segundos. Todo era silencio, excepto por aquel ligero respirar del nefilim que le acompañaba.
«Solo es un sueño» se repitió en su mente varias veces, era un fallido intento de calmarse, deseaba que el total sigilo permaneciera imperturbable. Pronto soltó un suspiro acompañado de todo el temor que un segundo atrás había sentido, como si con aquella ventisca se fueran todos los males que le aquejaban.
Un ligero chasquido de dedos encendió la única lámpara de mesa en la habitación, la cual estaba colocada del lado contrario a su posición, por suerte, el nefilim no podría despertarse con la ligera luminosidad, pues le daba la espalda al aplique.
La pronta claridad que iluminó la habitación hizo que el brujo abriera los ojos molesto, seguía cansado después de todo lo sucedido en la noche. La maraña de pensamientos se volvió inexistente cuando giró la mirada para observar al chico, en un segundo lo había contemplado, lo conocía ya bastante bien, cada vez que lo percibían sus ojos, lo hacían como la primera vez, intentando no perder ningún detalle.
Cuidadoso, se levantó de la cama, y cogió del primer cajón la cómoda que había a su derecha un trozo de papel manchado de purpurina y un gastado grafito que parecía más útil para delinear los ojos que para ser empuñado sobre papiro.
Cerró los ojos una décima de segundo y dejó que su mano lo guiara trazando cada uno de los grafemas que formarían palabras, que a su vez constituirían las frases más profundas que aquella noche sin estrellas, atestaban su corazón inundándolo de incógnitas.
Alexander…
Hay tanto en este momento que podría decirte, lo sueños suelen ser grandes mensajeros, y tantas cosas pasaron alrededor de mi mente, pero ahora que despierto no hay nada más que tu presencia a mi lado.
¿Por qué tú? Nadie nunca había alcanzado el lugar que representas para mí y de todas formas no entiendo que hay de especial, si solo son esos dos ojos que trajeron luz a mi vida, y no es que necesitara, pero nunca había visto un alma como la tuya, tampoco pensé llegar a un corazón como el tuyo.
Podrías haber sido cualquiera, con cualquier nombre, cualquier apellido, y de todas formas hubiera acabado enamorado de ti, porque así son las cosas, a pesar de que pienses seguidamente que eres trivial, realmente no: no eres cualquiera, eres tú. Y para mí eso es todo.
¿Qué puedo hacer? Nada si no es amarte, claro está que no pienso alejarme, en ningún momento, aunque creas que hay más de una traba en este largo camino, contigo no hay nada más. Si es vencer a quien sea, si es luchar contra quien sea, hasta el mismo destino, así será. Nunca lo dudes.
Suspiró y sonrió de medio lado, solo como él sabía hacer, como el Gran Brujo de Brooklyn hubiera sonreído al encontrar una ‘patética carta’ de cualquier otra persona para un ser indistinto. Esa patética escritura mal trazada era de él, y no era para un ser indistinto, ni siquiera tenía que firmarla. Y de todas formas la sonrisa no se borraba, parecía una locura.
Dobló la hoja de papel cuidadosamente, pero soltó un bufido al darse cuenta de que no contaba con un sobre en ese instante. Solucionó el asunto con un simple chasquido. Guardó la esquela y selló el envoltorio.
Regresó a la cama, dejando sobre la cómoda contraria a la suya aquella pequeña carta, cerrada con un corazón, a sabiendas que el Ligtwood acabaría por encontrarla a la mañana siguiente. Sonrió mientras se recostaba de lado y enlazaba su mano con la del destinatario de la epístola, posó sus labios sobre la pálida frente invadida por los negros cabellos de Alexander. «Te amo» juró y volvió a retomar el sueño.
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